Dos lobos hambrientos y una caperucita roja
Una idea básica ocupaba mi mente desde mis viejos tiempos de socialista utópico. Partía de la nada con las simples nociones del bien y el mal que a cada cual le inculca la sociedad en que nace, lleno de instintos y carente de valores que los padres, en especial las madres, comienzan a sembrar en cualquier sociedad y época.
Como no tuve preceptor político, el azar y la casualidad fueron componentes inseparables de mi vida. Adquirí una ideología por mi propia cuenta desde el instante en que tuve una posibilidad real de observar y meditar los años que viví como niño, adolescente y joven estudiante. La educación se convirtió para mí en el instrumento por excelencia de un cambio en la época que me tocó vivir, de la cual dependería la propia supervivencia de nuestra frágil especie.
Después de una larga experiencia, lo que pienso hoy sobre el delicado tema es absolutamente coherente con esta idea. No necesito pedir excusas, como prefieren algunos, por decir la verdad aunque sea dura.
Hace más de dos mil años, Demóstenes, orador griego famoso, defendió con ardor en las plazas públicas una sociedad en la que el 85 por ciento de las personas eran esclavas o ciudadanos que carecían de igualdad y derechos como algo natural. Los filósofos compartían ese punto de vista. De allí surgió la palabra democracia. No se les podía exigir más en su tiempo. Hoy, que se dispone de un enorme caudal de conocimientos, las fuerzas productivas se han multiplicado incontables veces y los mensajes a través de los medios masivos se elaboran para millones de personas; la inmensa mayoría, cansada de la política tradicional, no quiere oír hablar de ella. Los hombres públicos carecen de confianza cuando más la necesitan los pueblos ante los riesgos que los amenazan.
Al derrumbarse la URSS, Francis Fukuyama, ciudadano norteamericano de origen japonés, nacido y educado en Estados Unidos y titulado en una universidad en ese mismo país, escribe su libro El fin de la historia y el último hombre, lo que muchos seguramente conocen, pues fue muy promovido por los dirigentes del imperio. Se había convertido en un halcón del neoconservadurismo y promotor del pensamiento único.
Quedaría, según él, una sola clase, la clase media norteamericana; los demás, pienso yo, estaríamos condenados a ser mendigos. Fukuyama fue partidario decidido de la guerra contra Iraq, como el vicepresidente Cheney y su selecto grupo. Para él la historia finaliza en lo que Marx veía como “el fin de la prehistoria”.
En la ceremonia inaugural de la cumbre América Latina y Caribe-Unión Europea celebrada en Perú el pasado 15 de mayo, se habló en inglés, alemán y otros idiomas europeos sin que partes esenciales de los discursos se tradujeran por las televisoras al español o al portugués, como si en México, Brasil, Perú, Ecuador y otros, los indios, negros, mestizos y blancos ―más de 550 millones de personas, en su inmensa mayoría pobres― hablasen inglés, alemán u otro idioma foráneo.
Sin embargo, se menciona ahora elogiosamente la gran reunión de Lima y su declaración final. Allí, entre otras cosas, se dio a entender que las armas que adquiere un país amenazado de genocidio por el imperio, como lo ha sido Cuba desde hace muchos años y lo es hoy Venezuela, no se diferencian éticamente de las que emplean las fuerzas represivas para reprimir al pueblo y defender los intereses de la oligarquía, aliada a ese mismo imperio. No se puede convertir la nación en una mercancía más ni comprometer el presente y el futuro de las nuevas generaciones.
La IV Flota no se menciona, por supuesto, en los discursos que se televisaron de aquella reunión, como fuerza intervencionista y amenazante. Uno de los países latinoamericanos allí representados acaba de realizar maniobras combinadas con un portaviones de Estados Unidos del tipo Nimitz, dotado con todo tipo de armas de exterminio en masa.
En ese país hace unos pocos años las fuerzas represivas desaparecieron, torturaron y asesinaron a decenas de miles de personas. Los hijos de las víctimas fueron expropiados por los defensores de las propiedades de los grandes ricos. Sus principales líderes militares cooperaron con el imperio en sus guerras sucias. Confiaban en esa alianza. ¿Por qué caer de nuevo en la misma trampa? Aunque es fácil de inferir el país aludido, no deseo mencionarlo por no herir a una nación hermana.
La Europa que en esa reunión llevó la voz cantante, es la misma que apoyó la guerra contra Serbia, la conquista por Estados Unidos del petróleo de Iraq, los conflictos religiosos en el Cercano y Medio Oriente, las cárceles y aterrizajes secretos, y los planes de torturas horrendas y asesinatos fraguados por Bush.
Esa Europa comparte con Estados Unidos las leyes extraterritoriales que, violando la soberanía de sus propios territorios, incrementan el bloqueo contra Cuba obstaculizando el suministro de tecnologías, componentes e incluso medicamentos a nuestro país. Sus medios publicitarios se asocian al poder mediático del imperio.
Lo que dije en la primera reunión de América Latina con Europa, celebrada hace nueve años en Río de Janeiro, mantiene toda su vigencia. Nada ha cambiado desde entonces excepto las condiciones objetivas, que hacen más insostenible la atroz explotación capitalista.
El anfitrión de la reunión estuvo a punto de sacar de sus casillas a los europeos, cuando en la clausura mencionó algunos puntos planteados por Cuba:
1. Condonar la deuda de América Latina y el Caribe.
2. Invertir cada año en los países del Tercer Mundo el 10 por ciento de lo que gastan en las actividades militares.
3. Cesar los enormes subsidios a la agricultura, que compiten con la producción agrícola de nuestros países.
4. Asignar a Latinoamérica y el Caribe la parte que les corresponde del compromiso del 0,7% del PIB.
Por las caras y las miradas, observé que los líderes europeos tragaron en seco durante unos segundos. Pero, ¿por qué amargarse? En España sería todavía más fácil pronunciar discursos vibrantes y maravillosas declaraciones finales. Se había trabajado mucho. Venía el banquete. No habría en la mesa crisis alimentaria. Abundarían las proteínas y los licores. Faltaba sólo Bush, que trabajaba, incansable, por la paz en el Medio Oriente, como es habitual en él. Estaba excusado. ¡Viva el mercado!
El espíritu dominante en los ricos representantes de Europa era la superioridad étnica y política. Todos eran portadores del pensamiento capitalista y consumista burgués, y hablaron o aplaudieron en nombre de este. Muchos llevaron consigo a los empresarios que son el pilar y sostén de “sus sistemas democráticos, garantes de la libertad y los derechos humanos”. Hay que ser expertos en la física de las nubes para comprenderlos.
En la actualidad, Estados Unidos y Europa compiten entre sí y contra sí por el petróleo, las materias primas esenciales y los mercados, a lo que se suma ahora el pretexto de la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado que ellos mismos han creado con las voraces e insaciables sociedades de consumo. Dos lobos hambrientos disfrazados de abuelitas buenas, y una Caperucita Roja.
Fidel Castro Ruz
Mayo 18 de 2008
10 y 32 p.m.