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Sobradamente humano

Foto: Archivo de Granma
Foto: Archivo de Granma

Data: 

15/08/2022

Fonte: 

Periódico Granma

Autore: 

Carol Amador, quien fuese miembro del Partido Ortodoxo primero y del Partido Comunista de Cuba hasta su fallecimiento, tuvo el honor de ser uno de los jóvenes que Abel le propuso a Fidel Castro para que los acompañara al Moncada y que, a pesar del hambre y las penurias sufridas por su familia en la seudorrepública, todavía conserva los diez pesos que, a inicios de 1953, Abel le recomendó que guardara para hacer un viaje a La Habana.
 
A pesar de los años ya vividos, la recia figura de Carol impresionaba todavía, un hombre de voluntad de hierro que tuvo que luchar desde la niñez contra el abandono social. En tiempos de zafra ocupaba su puesto de estibador, durante 12 horas cargando, a espalda limpia, sacos de azúcar, sin derecho al descanso. Luego, durante el llamado tiempo muerto, regresaba a las labores agrícolas.
 
Su padre y él eran el sostén económico de una extensa familia. Apenas pudo aprender algo de números y de letras en la escuelita rural No. 18, del batey del central Constancia. Alumno igualmente del maestro Eusebio Lima Recio,  advirtió desde su temprana juventud que algo debía hacerse en favor de los pobres en la Cuba de entonces.
 
Cuando Carol empequeñecía sus ojos detrás de los gruesos cristales de sus espejuelos, uno adivinaba que un montón de imágenes se le agolpaban en los recuerdos.
 
«Encuentra la forma de reunir diez pesos, para cuando te avise, vayas a encontrarte conmigo en la capital», le había dicho Abel en una de sus últimas visitas al batey del ingenio. «Nunca me dio las razones, pero yo las imaginé, por aquello de que a buen entendedor le bastan pocas palabras. Algo grande se estaba cocinando, porque Abel jamás hablaba por hablar, demasiado serio era para andarse por las ramas.
 
Diez pesos en aquella época significaban una fortuna para una familia hambreada como la mía. Centavo a centavo logré sumar la cifra recomendada por mi amigo. Una cantidad que debía esconder de mi padre, que nunca hubiese aceptado atesorar dinero con tantas necesidades. Mas mi compromiso con Abelito valía cualquier sacrificio.
 
«Un día mi compañero de lucha y hambre, Domingo Riverón, me avisó  de que Abel estaba en casa de sus padres y me había mandado a buscar, –y no me preguntes, porque no me dijo nada más–. Con él vino un abogado de la capital que, de solo verlo, se me aflojaron los pantalones.
 
Aturdido por la curiosidad, partí rápidamente para la casa de Nino Santamaría. Iba contento, puesto que estaba casi seguro de que era la hora de los diez pesos. Cuando estreché la mano de aquel abogado tan alto, que se movía a zancadas como si estuviera muy apurado por salir, me di cuenta de que aquel hombrazo ya tenía su nombre escrito en la historia y, aunque no se lo dije a él ni a nadie, me pasó por la cabeza una convicción: este hombre será el salvador de Cuba. Conversó mucho conmigo y con Abel, y entre zancada y zancada me hacía preguntas relacionadas con mi familia, la cantidad que éramos, cuántos trabajábamos, en qué. Se las fui respondiendo lo mejor que pude, según el nerviosismo me lo permitía.
 
De nada comprometedor se habló. Lo que sí no he podido olvidar nunca fue la impresión tan aguda que me dejó. Los amigos de Abel en el central nos afiliamos casi todos al Partido Ortodoxo y, después del triunfo de la Revolución, por fidelidad con aquel compañero de lucha de nuestro amigo, nos afiliamos al Partido Comunista.
 
Muchos años después de estos hechos, le pregunté a Haydée, en uno de sus viajes al batey del central, por qué Abel no me había mandado a buscar como habíamos acordado, y ella me confesó que Fidel le había orientado que te dejara junto a tu familia, pues tú eras casi el sostén de esta. «Cuando estemos en la Sierra, entonces lo traes, porque es un obrero, y hombres como esos jamás nos traicionarán, son muy fieles a la causa de los humildes».
 
Por eso y por más, he sabido siempre que el hombre que había salvado a este país era un ser sobradamente humano.