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Empatar la noche con el día

Data: 

01/12/2016

Fonte: 

Periódico Granma

Autore: 

A las seis de la mañana del miércoles, otro 30 de noviembre rebelde, una salva de artillería removió los cimientos de La Habana, todavía oscura. El mismo ruido atronador que persigue a los cubanos hace tres días, desde San Antonio a Maisí.
 
Este frío amanecer impactó mucho más a miles de fieles que no habían dormido, ni un minuto.
 
Al Malecón, ese largo banco capitalino testigo de nuestra historia en el último siglo, fueron a parar muchos de los que, tan solo en la noche anterior, dejaron su voz en la inmensidad de la Plaza plasmando un mensaje contundente: «¡Yo soy Fidel!».
 
Empatar la noche con el día puede ser una práctica común para la vigorosa juventud, pero no siempre los que peinan canas ven salir los primeros rayos de luz, justo detrás del Capitolio, sin haber pegado un ojo en la madrugada. Pero Fidel convoca, a hombres y mujeres de todo tipo, y de cualquier latitud.
 
Un niño con un sombrero de guano, estudiantes envueltos en las banderas de Cuba, del Movimiento 26 de Julio, de Chile, de Perú… un hombre con una boina, Dan y Betsy, dos estadounidenses «consternados por el dolor cubano», mujeres con carteles en el pecho que expresan «Fidel vive en mí».
 
La oscuridad desaparece, poco a poco, los murmullos disminuyen y la melodía de las olas cobra vida, como si más nada existiera. En el horizonte, 23 arriba, se divisan varios autos que se acercan con una cadencia lenta. Las miradas se concentran en dos vehículos, de impecable y reluciente verde olivo, en la bandera de la estrella solitaria, en las flores blancas, en la contundencia del cedro.
 
Son miles los que a ambos lados de la avenida no atinan a mover sus pequeñas banderas, ni a decir consignas. Solo lloran.
 
El silencio más profundo y desgarrador se apodera de La Habana, amarra las gargantas de todos. Demoledor.
 
El jazzista Miles Davis decía que «el silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de los ruidos». Y el peso de ese ruido solo pudo romperse con un grito de hierro, un «Viva Fidel», un «Viva la Revo­lución». Identificar esa voz en la multitud fue imposible. Pudo ser Ezequiel, el mulato delgado que, lloroso, partió un rato más tarde pedaleando en su bicicleta. Pudo ser Luis Mariano, el veterano de 62 años apostado en su silla de ruedas, realizando un esfuerzo por despedir a su Coman­dante.
Pudo ser Mayra, una solitaria señora envuelta en una chaqueta roja y atenta a la ruta de la caravana con su radio de baterías. Educadora. 61 años. Ella se refugió en la calma del largo muro capitalino para ahogar el llanto, la tristeza.
 
«Estoy muy impactada. Sabíamos que esto iba a pasar, pero no es lo mismo verlo, vivirlo. Mi hijo dice que el Comandante es su abuelo, y por desgracia el mismo 25 de noviembre salió para Argentina a trabajar en nuestra embajada, dice que por allá se ha sentido tanto como aquí. Es que todos somos Fidel», revela la señora.
 
Ya el sol está golpeando completamente La Habana, con una intensidad descomunal. En los ojos de Mayra, entre lágrimas, se divisa el cortejo fúnebre, distante. A contraluz, Fidel se aleja por el mismo Malecón que surcó el 8 de enero de 1959, victorioso desde la Sierra, ro­dea­do de los heroicos barbudos. A contraluz, Fidel marcha en su nueva Caravana de la Victoria, rumbo a la inmortalidad.