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La autobiografía de Fidel en “La victoria estratégica”

Data: 

05/08/2010

Fonte: 

Cubadebate

Dudé sobre el nombre que le pondría a esta narración, no sabía si llamarla “La última ofensiva de Batista” o “Cómo 300 derrotaron a 10 000″, que parece un cuento de Las mil y una noches. Me veo obligado, por ello, a incluir una pequeña autobiografía de la primera etapa de mi vida, sin la cual no se comprendería su sentido. No deseaba esperar que se publicaran un día las respuestas a incontables preguntas que me hicieran sobre la niñez, la adolescencia y la juventud, etapas que me convirtieron en revolucionario y combatiente armado.

Nací el 13 de agosto de 1926. El asalto al cuartel Moncada de Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1953, se produjo tres años después que me gradué en la Universidad de La Habana. Fue nuestro primer enfrentamiento militar con el Ejército de Cuba, al servicio de la tiranía del general Fulgencio Batista. 

La institución armada en Cuba, creada por los Estados Unidos después de su intervención en la isla durante la segunda Guerra de Independencia, iniciada por José Martí en 1895, era un instrumento de las empresas norteamericanas, y la alta burguesía cubana.

La gran crisis económica desatada en los Estados Unidos, durante los primeros años de la década de 1930, implicó altos niveles de sacrificio para nuestro país, al que los acuerdos comerciales impuestos por aquella potencia hicieron totalmente dependiente de los productos de su industria y de su agricultura desarrolladas. La capacidad adquisitiva del azúcar se había reducido casi a cero. No éramos independientes ni teníamos derecho al desarrollo. Difícilmente podían darse peores condiciones en un país de América Latina.

A medida que el poder del imperio crecía hasta convertirse en la más poderosa potencia mundial, hacer una Revolución en Cuba se tornaba una tarea bien difícil. Unos pocos hombres fuimos capaces de soñarla, pero nadie podría atribuirse méritos individuales en una proeza que fue mezcla de ideas, hechos y sacrificios de muchas personas, a lo largo de muchos años, en muchas partes del mundo.

Con esos ingredientes se pudo conquistar la independencia plena de Cuba, y una revolución social que ha resistido con honor más de 50 años de agresiones y el bloqueo de los Estados Unidos.

En mi caso concreto, sin duda por puro azar, a esta altura de la vida puedo ofrecer testimonio de hechos que, si tiene algún valor para las nuevas generaciones, se debe al esfuerzo de investigadores rigurosos y serios, cuyo trabajo durante decenas de años, reunió datos que me ayudaron a reconstruir gran parte del contenido de este libro, al que decidí poner el título La Victoria Estratégica.

Las circunstancias que me llevaron a tales acciones bélicas las guardo imborrablemente en mi mente. No deja de ser satisfactorio para mí recordarlas, porque de otra forma no me explicaría por qué llegué a las convicciones que al fin y al cabo determinaron el curso de mi existencia.

No nací político, aunque desde muy niño observé hechos que, grabados en mi mente, me ayudaron a comprender las realidades del mundo.

En mi Birán natal, solo había dos instalaciones que no pertenecían a mi familia: el telégrafo y la escuelita pública. Allí me sentaban en la primera fila porque no había, ni podía haber, algo parecido a un círculo infantil. Forzosamente aprendí a leer y a escribir. En el año 1933, cuando no había cumplido todavía siete años, la maestra, que no recibía siquiera el sueldo que le debía el gobierno, pretextando la hipotética inteligencia del niño, me llevó para Santiago de Cuba, donde residía su familia, en una vivienda pobre y casi sin muebles, que se filtraba por todas partes cuando llovía. En aquella ciudad, no me enviaron siquiera a una escuela pública como la de Birán.

Después de muchos meses sin recibir clases, ni hacer algo como no fuera escuchar en un viejo piano la práctica de solfeo de la hermana de la maestra, profesora de música sin empleo; aprendí a sumar, restar, multiplicar y dividir, gracias a las tablas impresas en el forro rojo de una libreta que me entregaron para practicar la caligrafía, y que nadie dictó ni revisó nunca.

En la vieja casa donde inicialmente me albergaron, de una cantina que llevaban una vez al día, nos alimentábamos siete personas, entre ellas, la hermana y el padre de la maestra. Conocí el hambre creyendo que era apetito, con la punta de uno de los dientes del pequeño tenedor pescaba el último granito de arroz, y con hilo de coser arreglaba mis propios zapatos.

Al frente de la modesta casa de madera donde vivíamos, un Instituto de Bachillerato permanecía ocupado por el Ejército; vi soldados golpeando con las culatas de sus fusiles a otras personas. Podría escribir un libro con aquellos recuerdos. Fue la institución infantil a donde me condujo aquella humilde maestra, en una sociedad en la que el dinero reinaba de forma absoluta.

Mi familia había sido engañada, y yo ni siquiera podía percatarme de aquella situación; el engaño me hizo perder tiempo, pero me enseñó mucho sobre los factores que la determinaron. Después de varios episodios, cumplidos los ocho años, fui matriculado en enero de 1935 en el primer grado de una escuela de los Hermanos La Salle, muy próxima a la primera catedral que los conquistadores españoles habían erigido en Cuba. Otro rico y nuevo aprendizaje comenzaba.

Ingresé en aquella escuela como alumno externo, residía en una nueva vivienda, muy próximo a la mencionada anteriormente, a donde se mudó la profesora de música, hermana de la maestra de Birán. Llegamos a ser tres hermanos los que vivíamos con aquella familia: Angelita, Ramón y yo, por cada uno de los cuales se pagaba una pensión. El padre de ellas había muerto el año anterior. Ya no existía hambre física, aunque seguí todavía un tiempo obligado a repasar hasta el cansancio las conocidas reglas aritméticas. Aún así, yo estaba harto de aquella casa y me rebelé de manera consciente por primera vez en mi vida; rehusé comer algunos vegetales desabridos que a veces me imponían y rompí todas las normas de educación formal, sagradas en aquella casa de familia de exquisita cultura francesa, adquirida en la propia Santiago de Cuba. En la familia se había insertado el cónsul de Haití, por la vía del matrimonio. Pero tan insoportable se volvió mi rebelión que me enviaron de cabeza como interno a la escuela. Me habían amenazado con eso más de una vez para imponerme disciplina; no sabían que era precisamente lo que yo quería. Lo que para otros niños era duro, para mí significaba la libertad. ¡Si nunca me llevaron ni siquiera a un cine! Disfrutaría de las delicias de un alumno interno. Fue el primer premio que recibí en mi vida. Estaba feliz.

Mis problemas desde entonces serían otros. Había llegado a Santiago con dos años de adelanto, y entré a la escuela de los Hermanos La Salle con unos de retraso. Cursé fácilmente el primero y segundo grados. Aquel centro era una maravilla. Como norma íbamos a Birán tres veces al año: Navidad, Semana Santa y vacaciones de verano, donde Ramón y yo éramos totalmente libres.

Del tercer grado en la escuela La Salle pasé al quinto como premio por mis notas, así recuperé el tiempo perdido. Durante el primer trimestre todo iba bien: buenas notas y excelentes relaciones con los nuevos compañeros de clases. Recibía el boletín blanco que se daba cada semana a los alumnos por conducta correcta, con los problemas normales de cualquier discípulo. Sucedió entonces un percance con uno de los miembros de la congregación, inspector de los alumnos internos.

La escuela disponía de un amplio terreno al otro lado de la bahía de Santiago, llamado Renté. Era un lugar de retiro y descanso de la congregación. Allí llevaban a los alumnos internos los jueves y domingos, días en que no se realizaba actividad escolar. Había un buen campo deportivo. Además, hacía deportes, nadaba, pescaba, exploraba. No lejos de la entrada de la bahía se observaban los rastros de la Batalla Naval de Santiago, en forma de grandes proyectiles que adornaban la entrada de las edificaciones. Un domingo después del regreso, tuve un pleito intrascendente con otro de los alumnos internos cuando viajábamos en la lancha El Cateto, de Renté al muelle de Santiago. Apenas llegamos a la escuela terminamos de zanjarlo; debido a ello, aquel autoritario hermano de la orden religiosa me golpeó en la cara con las manos abiertas y con toda la fuerza de sus brazos. Era una persona joven y fuerte. Quedé aturdido, con los golpes zumbándome en los oídos. Antes, me había llamado aparte, ya casi de noche. No me dejó siquiera explicar. En el largo corredor por donde me llevó nadie nos veía. Transcurridas dos o tres semanas, intentó de nuevo humillarme con un pequeño coscorrón en la cabeza por hablar en filas. En esa segunda ocasión yo iba entre los primeros al salir del desayuno porque los discípulos tratábamos siempre de ocupar un primer lugar en las filas, para jugar con pelotas de goma, un rato antes de las clases. Un pan con mantequilla que llevaba en la mano, otra costumbre de los alumnos cuando salíamos del comedor después de ingerir precipitadamente los primeros alimentos del día, se lo lancé al rostro al inspector, y luego lo embestí con manos y pies de tal forma, delante de los alumnos internos y externos, que su autoridad y sus métodos abusivos quedaron muy desprestigiados. Fue un hecho que se recordó en esa escuela durante bastante tiempo.

Yo tenía entonces 11 años, y me acuerdo bien de sus nombres. No deseo, sin embargo, repetirlos. De él no supe nada, desde hace más de 70 años. No le guardo rencor. Del alumno que motivó el incidente, conocí muchos años después del triunfo revolucionario, que mantuvo una conducta intachable y seria.

Sin embargo, el hecho tuvo consecuencias para mí. El incidente había ocurrido semanas antes de la Navidad, en que tendríamos dos semanas y media de vacaciones. Él seguía como inspector, y yo como alumno; ambos nos ignorábamos totalmente. Por elemental dignidad mi conducta fue intachable. Al venir nuestros padres a buscarnos, evidentemente citados por ellos, les ocultaron la verdad, acusaron a mis dos hermanos y a mí de pésimo comportamiento. “Sus tres hijos, son los tres bandidos más grandes que pasaron por esta escuela”, le dijeron a mi padre. Lo supe por lo que contó entristecido a otros agricultores amigos que a fines de año lo visitaban. Raúl tenía apenas seis años, Ramón siempre se caracterizó por su bondad, y yo no era un bandido.

Trabajo me costó que me enviaran de nuevo a Santiago para estudiar; Ramón y Raúl, que nada tenían que ver con el problema, permanecieron el resto de ese curso en Birán. Me matricularon en enero de 1938 como alumno externo en el Colegio Dolores, regido por la Orden de los Jesuitas, mucho más exigente y rigurosa en materia de estudios, pero más de clase alta y rica que su rival de los Hermanos  La Salle.

En esta ocasión me tocó residir en la casa de un comerciante español amigo de mi padre; allí, desde luego, no pasé ningún tipo de penuria material, pero en aquella casa, donde residí hasta finalizar el quinto grado, era un extraño.

Al inicio del verano, Angelita, la hermana mayor, llegó también a esa casa con el propósito de preparar su ingreso en el bachillerato. Para darle clases se contrató a una profesora negra, quien se guiaba por un enorme libro donde estaba el contenido de la materia a impartir para el examen de ingreso. Yo asistía a sus clases. Era la mejor profesora y, quizás, una de las mejores personas que conocí en mi vida. Se le ocurrió la idea de que estudiara a la vez el material de ingreso y el primer año del bachillerato, con el fin de examinarme tan pronto alcanzara la edad pertinente para el ingreso en el bachillerato, un año después. Despertó en mí un enorme interés por el estudio. Habría sido la única razón por la que estaba dispuesto a soportar la casa del comerciante español en ese período vacacional, tras finalizar el quinto grado como externo en Dolores.

Enfermé a fines de ese verano, y estuve ingresado alrededor de tres meses en el hospital de la Colonia Española de Santiago de Cuba. No hubo vacaciones de verano ese año. En aquel hospital mutualista, por dos pesos mensuales, equivalentes a dos dólares, una persona tenía derecho a los servicios médicos. Muy pocos, sin embargo, podían cubrir ese gasto. Me habían operado del apéndice, y a los 10 días la herida externa se infestó. Hubo que olvidarse de los planes de estudio concebidos por la profesora. A fines de ese mismo año, 1938, los tres hermanos nos volvimos a reunir, como alumnos internos en el Colegio Dolores.

En el sexto grado, con varias semanas de clases perdidas, debí esforzarme para ponerme al día. Una etapa nueva se iniciaba. Profundizaba los conocimientos en Geografía, Astronomía, Aritmética, Historia, Gramática e Inglés.

Se me ocurrió escribirle una carta al presidente de los  Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, que con su silla de ruedas, su tono de voz y su rostro amable despertaba mis simpatías. Gran expectación, una mañana las autoridades en la escuela anunciaron el gran suceso: “Fidel se cartea con el presidente de los Estados Unidos”.

Roosevelt había respondido mi carta. Eso creíamos. Lo que llegó fue realmente una comunicación de la embajada informando que la habían recibido, dando las gracias. ¡Qué gran hombre, ya teníamos un amigo: el presidente de los Estados Unidos! A pesar de todo lo que aprendí después, y tal vez por ello, pienso que Franklin Delano Roosevelt, quien luchó contra la adversidad personal y adoptó una posición correcta frente al fascismo, no era capaz de ordenar el asesinato de un adversario, y por lo que se conoce de él, es muy probable que no hubiese lanzado las bombas atómicas contra dos ciudades indefensas de Japón ni desatado la Guerra Fría, dos hechos absolutamente innecesarios y torpes.

En aquel colegio de la rancia burguesía en la provincia mayor y más oriental de Cuba, había más rigor académico y disciplina que en La Salle. Eran jesuitas, casi en su totalidad de origen español, ungidos como sacerdotes en una etapa avanzada de su formación, en la que debían ejercer como miembros de la Orden en alguna tarea o responsabilidad. El prefecto de la escuela era el Padre García, un hombre recto, pero amable y accesible que  compartía con los alumnos.

Mis vacaciones, mientras transité desde el primer grado de primaria hasta el último de bachillerato, fueron siempre en Birán, zona de llanos, mesetas y alturas de hasta casi 1 000 metros, bosques naturales, pinares, corrientes y pozas de agua; allí conocí de cerca la naturaleza, y fui libre de los controles que me imponían en las escuelas, las casas de las familias donde me alojé en Santiago o en la mía de Birán; aunque siempre defendido por mi madre y con la tutela tolerante de mi padre, a medida que era ya estudiante con más de seis grados, y por ello disfrutaba de creciente prestigio en la familia.

Pero este no es el lugar para hablar del tema, solo el mínimo indispensable para comprender el asunto que abordo en este libro.

Del Colegio Dolores, yo mismo tomé la decisión de trasladarme al Colegio Belén, en la capital de Cuba. Allí, a la inversa de lo que ocurrió en el Colegio La Salle de Santiago de Cuba, el responsable más directo de los alumnos internos -más de 100-, el Padre Llorente, no era una persona autoritaria, y lejos de ser un enemigo se convirtió en un amigo. Español de nacimiento, como casi todos los jesuitas de aquel colegio, estaba en la etapa previa a la investidura como sacerdote. Un hermano suyo, mayor que él, ejercía el sacerdocio entre los esquimales de Alaska, y bajo el título de En el país de los eternos hielos, escribía narraciones sobre la vida, las costumbres y las actividades de aquel pueblo indoamericano en una naturaleza virgen, que a los alumnos nos llenaba de asombro.

Llorente había sido sanitario en la Guerra Civil Española; él contaba la dramática historia de los prisioneros fusilados al concluir aquella contienda. Su tarea, junto a otros que hacían la misma función, era certificar que estaban muertos antes de proceder a darles sepultura. El Padre Llorente no hablaba de política, ni recuerdo haberlo escuchado nunca opinar sobre el tema. Era un jesuita orgulloso de su orden religiosa. Estimulaba las actividades que ponían a prueba el espíritu de sacrificio y el carácter de sus alumnos. Ambos estuvimos planificando una cacería de cocodrilos en la Ciénaga de Zapata, donde había miles de ellos; y en 1945, durante las últimas vacaciones de verano, organizamos un plan para escalar el Turquino. La goleta que debía llevarnos por mar, desde Santiago de Cuba hasta Ocujal, no pudo arrancar en toda la noche y no había otro camino. Hubo que suspender el plan. Recuerdo que llevaba una de las escopetas automáticas calibre 12 que tomé de mi casa. ¡Cómo me habría ayudado más tarde aquella excursión cuando me convertí en combatiente guerrillero, cuyo reducto principal radicaba precisamente en esa zona!

Al graduarme de bachiller en Letras, a los 18 años, era deportista, explorador, escalador de montañas, bastante aficionado a las armas -cuyo uso aprendí con las de mi padre-, y buen estudiante de las materias impartidas en el colegio donde estudiaba.

Me designaron el mejor atleta de la escuela el año que me gradué, y jefe de los exploradores con el más alto grado otorgado allí. Mi madre se sintió complacida con los aplausos de todos los asistentes aquella noche de la graduación. Por primera vez en su vida se había confeccionado un traje de gala para ir a una ceremonia. Ella fue una de las personas que más me ayudó en el propósito de estudiar.

En el anuario de la escuela, correspondiente al curso en que me gradué, aparece una foto mía con las siguientes palabras:

Fidel Castro (1942-1945). Se distinguió en todas las asignaturas relacionadas con las letras. Excelencia y congregante, fue un verdadero atleta, defendiendo siempre con valor y orgullo la bandera del colegio. Ha sabido ganarse la admiración y el cariño de todos. Cursará la carrera de Derecho y no dudamos que llenará con páginas brillantes el libro de su vida. Fidel tiene madera y no faltará el artista.

En realidad, debo decir que yo era mejor en Matemática que en Gramática. La encontraba más lógica, más exacta. Estudié Derecho porque discutía mucho, y todos afirmaban que yo iba a ser abogado. No tuve orientación vocacional.

El hecho real es que las escuelas de élite lanzaban a la calle oleadas de bachilleres carentes de conocimientos políticos elementales. Sobre un tema fundamental como la historia de la humanidad, nos narraban en primer lugar las consabidas aventuras bélicas de nuestra especie, desde la época de los persas hasta la Segunda Guerra Mundial, historias que tanto cautivan a niños y jóvenes varones.

El negocio de la producción y venta de juguetes de guerra hoy día es casi tan grande como el comercio de armas. Del sistema social que conduce a tales locuras y a las propias guerras no se nos enseñó una palabra.

Nos ilustraban sobre la historia de Grecia y Roma, pero civilizaciones tan antiguas como las de India y China, apenas se mencionaban, como no fuese para contarnos las aventuras bélicas de Alejandro Magno y los viajes de Marco Polo. Sin ambos países, hoy resulta imposible escribir la historia. No podría siquiera soñarse que nos hablaran entonces de las civilizaciones maya y aimara-quechua, del colonialismo y del imperialismo.

Cuando me gradué de bachiller en Letras, no existía más que una universidad, la de La Habana, a ella íbamos a parar los estudiantes con nuestra ausencia de conoci­mientos políticos. Salvo excepciones, casi todos los alumnos procedían de familias de la pequeña burguesía, que afanosamente deseaban mejor destino para sus hijos. Pocos pertenecían a la clase alta, y casi ninguno a los sectores pobres de la sociedad. Muchos de los de familia pudiente realizaban sus estudios superiores en los Estados Unidos, si es que no lo hacían desde el bachillerato. No se trataba de culpabilidades individuales, era una herencia de clase. La incorporación de la gran mayoría de los estudiantes universitarios a la Revolución en Cuba, es una prueba del valor de la educación y la conciencia en el ser humano.

Quizás algunas cosas de las hasta aquí referidas ayuden a comprender lo que vino después.

No asistí a la universidad desde el primer día, pues rechazaba las humillantes prácticas de las llamadas novatadas, consistentes en rapar a la fuerza a los recién llegados. Pedí que me pelaran bien bajito para identificarme como alumno nuevo.

Después de resolver el complejo problema del alojamiento, me fui al estadio universitario, buscando cómo incorporarme a los deportes. Había básquet, pelota, campo y pista, todo lo que me gustaba. Trabajo me costó liberarme del compromiso con el manager de básquet de Belén. Hacía tiempo había acordado proseguir como discípulo suyo en ese deporte, pero él era entrenador de un club aristocrático. Le expliqué que no podía ser estudiante de la universidad y jugar en otro equipo contra esta. No entendió y rompí con él. Comencé a entrenar en el equipo universitario de básquet. También la escuela reclamó que jugara pelota por mi facultad y le dije que sí.

Los líderes de la facultad de Derecho solicitaron que fuera candidato a delegado por una asignatura, y no tuve objeción.

Me veía obligado a realizar muchas cosas en un día, y residía en un reparto distante, donde Lidia, la hermana mayor por parte de padre, siempre atenta y afectuosa con nosotros, decidió vivir al trasladarse de Santiago de Cuba a La Habana cuando inicié mis estudios universitarios.

Un día descubrí que no me alcanzaba el tiempo ni para respirar. Sacrifiqué los deportes y decidí cumplir la tarea que me solicitaron los líderes de la escuela. Luché duro por obtener la representación, como delegado, de la asignatura de Antropología, lo cual requería especial esfuerzo. En la tarea me enfrentaba a un antiguo cuadro, para quien un cargo en la dirección de la escuela significaba una profesión política. Así comenzó mi actividad en esa esfera.

No había imaginado hasta qué punto la politiquería, la simulación y las mentiras prevalecían en nuestro país. Pero no lo supe desde el primer día. Cuando se realizó la elección, obtuve más de cinco votos por cada uno del adversario, y pude contribuir así al triunfo de los candidatos de nuestra tendencia en otras asignaturas. Fue de esa forma como, en pocos meses, por el número de votos obtenidos, me convertí en el representante de los estudiantes del primer curso, en una de las escuelas más numerosas de la Universidad de La Habana. Ello me otorgó determinada importancia, pero era muy pronto. No tenía siquiera idea de los intereses que se movían alrededor de aquella Universidad.

A medida que me familiarizaba con ella, iba conociendo también su rica historia. Había sido una de las primeras fundadas en la época de las colonias. Las ilustres personalidades de la cultura y la ciencia eran recordadas en figuras de bronce y mármol a las que se rendía tributo, o al bautizar con sus nombres las plazas, edificios e instituciones universitarias.

Especial admiración se sentía por los ocho estudiantes de Medicina, fusilados el 27 de noviembre de 1871 por los voluntarios españoles, al ser acusados de profanar la tumba de un periodista reaccionario que servía al régimen colonial, un hecho que según se comprobó después, ni siquiera ocurrió.

Junto a mi escuela, un pequeño parque llamado Lídice -aldea checoslovaca donde los nazis perpetraron una atroz matanza-, añadía elementos de internacionalismo.

Los nombres de Martí, Maceo, Céspedes, Agramonte y otros, aparecían por todas partes y suscitaban la admiración y el interés de muchos de nosotros, sin que importara su origen social. No era la atmósfera que se respiraba en la escuela privada de élite donde estudié el bachillerato, cuyos profesores procedían y se educaban en España, donde se engendró parte importante de nuestra cultura, pero también la esclavitud y el coloniaje.

En esa etapa, después de las elecciones del 44, el país era presidido por un profesor de Fisiología, que emergió de la universidad en los años 30, cuando en medio de la gran crisis económica mundial, fue derrocada la tiranía de Machado, y se creó, por breves meses, un gobierno provisional revolucionario. En aquel proceso, dentro del marco de una independencia limitada por la Enmienda Platt, los estudiantes, junto a la combativa clase obrera cubana y el pueblo en general, desempeñaron un papel fundamental. El profesor de Fisiología, Ramón Grau San Martín, fue designado presidente del gobierno en 1933. Un joven revolucionario antimperialista, Antonio Guiteras, representante de otras fuerzas populares, designado ministro de Gobernación, fue la figura más destacada de aquellos meses, por las medidas valientes y antimperialistas que adoptó.

Fulgencio Batista, procedente del sector militar revolucionario de los sargentos y soldados profesionales, ascendido a jefe del Ejército, captado más tarde por los sectores reaccionarios y la propia embajada de los Estados Unidos, derrocó aquel gobierno radical que duró apenas 100 días.

En la caída de Gerardo Machado había sido  decisiva la clase obrera. La huelga general revolucionaria, organizada fundamentalmente por el pequeño partido de los comunistas, bajo la dirección brillante y vibrante del poeta revolucionario Rubén Martínez Villena, inició la batalla por el derrocamiento de la tiranía de Machado. Conviene recordarlo porque la idea de una huelga general revolucionaria estuvo asociada a nuestra posterior lucha, desde el ataque al cuartel Moncada. Fue el arma fundamental utilizada tras la ofensiva final exitosa del Ejército Rebelde, que lo condujo a la victoria total del pueblo el 1ro. de enero de 1959.

En los años 40 había emergido con fuerza el anticomunismo, la siembra de reflejos y el control de las mentes a través de los medios de comunicación masiva. Se habían creado las bases para el dominio militar y político del mundo. Muy poco quedaba ya en nuestra alta casa de estudios del espíritu revolucionario de los años 30.

El partido creado por el profesor, que lo llevó a la presidencia en virtud de pasadas glorias, tomó el nombre que utilizó Martí para organizar la última Guerra de Independencia: Partido Revolucionario Cubano, al que añadieron el calificativo de “Auténtico”.

Cuando los escándalos comenzaron a estallar por todas partes, un senador prestigioso de ese mismo partido, Eduardo Chibás, encabezó la denuncia al gobierno. Era de cuna rica, pero incuestionablemente honrado, algo no habitual en los partidos tradicionales de Cuba. Disponía de media hora cada domingo, a las 8:00 de la noche, en la emisora radial más oída de toda la nación. Fue el primer caso en nuestra patria de la promoción inusitada que podía significar ese medio de divulgación masiva. Se conocía su nombre en todos los rincones del país. No existía todavía en Cuba la televisión. De ese modo, a pesar del analfabetismo reinante, surgió un movimiento político de potencial masividad entre los trabajadores de la ciudad y el campo, los profesionales y la pequeña burguesía.

Entre los obreros industriales más avanzados e intelectuales destacados, las ideas marxistas se abrían paso con más facilidad. Rubén Martínez Villena murió joven, víctima de la tuberculosis, poco tiempo después de su más gloriosa obra, el derrocamiento de la tiranía machadista. Quedaron sus poemas, que continúan recordándose y repitiéndose. Pero los prejuicios anticomunistas, emanados siempre de los sectores privilegiados y dominantes de la sociedad cubana, continuaron multiplicándose, desde los días brillantes en que Julio Antonio Mella creó la FEU (Federación Estudiantil Universitaria), y junto a Baliño -compañero de José Martí en su lucha por la independencia- fundó el primer Partido Comunista de Cuba.

El gobierno corrupto de Grau San Martín era caótico, irresponsable, cínico. Le interesaba controlar la universidad y los escasos institutos públicos donde se estudiaba el bachillerato. Su instrumento fundamental no era la represión, sino la corrupción. La universidad dependía de los fondos del Estado.

Un sujeto sin escrúpulo resultó designado ministro de Educación. Muchos millones de dólares fueron malversados. Nada parecido a un programa de alfabetización se llevó a cabo.

La reforma agraria y otras medidas promulgadas por la Constitución de 1940 pasaron al olvido. Batista se había marchado del país repleto de dinero para residir en la Florida. Dejó en Cuba a las Fuerzas Armadas llenas de ascensos y privilegios, y a un número no desdeñable de seguidores directamente beneficiados con cargos de elección en el Congreso, los municipios, y empleos en el aparato burocrático de instituciones sociales y empresas privadas.

Lo peor de todo fue el lastre pseudorrevolucionario que llegó al poder en Cuba junto con Grau San Martín. Eran gente que de una u otra forma habían sido antimachadistas y antibatistianos. Se consideraban, por tanto, revolucionarios. Al peor grupo de estos le asignaron cargos importantes en la policía represiva, como el Buró de Investigaciones, la Secreta, la Motorizada y otros cuerpos de esa institución. Se mantuvieron los tribunales de urgencia, con la facultad de arrestar a un ciudadano sin derecho alguno a la libertad provisional. En fin, todo el aparato represivo de Batista permaneció inalterable.

Con distintos nombres surgieron una serie de organizaciones formadas por personas que tuvieron relaciones con Guiteras y otros prestigiosos líderes de la lucha contra Machado y Batista. En las filas de aquella pseudorrevolución existían personas serias y valientes, consideradas a sí mismas como revolucionarias, una idea y un título que siempre atrajeron en Cuba a los jóvenes. Los órganos de prensa les asignaban con todo rigor ese calificativo, cuando en realidad lo transcurrido era una dramática etapa de revolución frustrada. No había programa social serio, y menos aún objetivos que condujeran a la independencia del país. El único programa verdaderamente revolucionario y antimperialista era el del partido fundado por Mella y Baliño, y luego dirigido por Rubén Martínez Villena. Este joven y valioso líder, lleno de pasión, proclamó en un poema: “Hace falta una carga para matar bribones, /para acabar la obra de las revoluciones (…)”. Pero el Partido Comunista de Cuba estaba aislado.

Entre los muchos miles de estudiantes de la universidad que conocí, el número de antimperialistas conscientes y comunistas militantes no pasaban de 50 ó 60, del total de matriculados, que ascendían a más de 12 000. Yo mismo, un entusiasta de las protestas contra aquel gobierno, me sentía impulsado por otros valores que más adelante comprendí que estaban todavía distantes de la conciencia revolucionaria que adquirí después.

Eran miles los estudiantes que repudiaban la corrupción reinante, los abusos de poder y los males de la sociedad. Muy pocos pertenecían a la alta burguesía. Las veces que tuvimos necesidad de salir a la calle, no vacilaron en hacerlo.

Nuestra universidad sostenía relaciones con los exilados dominicanos en lucha contra Trujillo, con quienes  se solidarizaba plenamente. También los puertorriqueños que demandaban la independencia, bajo la dirección de Pedro Albizu Campos, contaban con su apoyo. Eran elementos de una conciencia internacionalista presentes entre nuestros jóvenes, y que también me movían entonces a mí, a quien habían asignado la presidencia del Comité Pro Democracia Dominicana y el Comité Pro Independencia de Puerto Rico.

Una etapa de mis estudios universitarios ayudaría a comprender lo que allí viví. Cuando inicié el segundo año de la carrera, en 1946, conocía mucho más de nuestra universidad y nuestro país. Nadie tuvo que invitarme a participar en las elecciones de la escuela de Derecho. Yo mismo persuadí a un estudiante activo e inteligente, Baudilio Castellanos, que iniciaba su carrera, para que se postulara por la misma asignatura que yo lo había hecho el año anterior. Lo conocía bien porque éramos de la misma zona oriental; él había estudiado el bachillerato en una escuela regida por religiosos protestantes. Su padre era farmacéutico en el pequeño poblado del central Marcané, propiedad de una transnacional norteamericana, a cuatro kilómetros de mi casa en Birán.

Seleccionamos entre los estudiantes del primer curso a los más activos y entusiastas para integrar la candidatura. Contaba con el apoyo total del segundo curso, donde los adversarios ni siquiera pudieron nuclear alumnos suficientes para formar una candidatura contra mí. Aplicamos la misma línea del año anterior y, en las elecciones, nuestra tendencia obtuvo una aplastante victoria. Contábamos ya con amplia mayoría entre los estudiantes de la escuela de Derecho, y podíamos decidir quién sería el presidente de los estudiantes de la facultad, una de las más numerosas de la Universidad de La Habana. Los del quinto y último año no eran muchos, los del cuarto se correspondían con el año en que el bachillerato se elevó de cuatro a cinco años, y eran muy pocos los que habían ingresado en ese curso. No teníamos la mayoría de los delegados, pero sí la inmensa mayoría de los estudiantes.

En ese tiempo entramos en contacto con el Partido Ortodoxo y, también, con militantes de la Juventud Comunista, como Raúl Valdés Vivó, Alfredo Guevara y otros. Conocí a Flavio Bravo, una persona inteligente y capaz, que dirigía a la Juventud Comunista de Cuba.

Pude dejar las cosas como estaban y esperar un año más. Al fin y al cabo mis relaciones no eran malas con los delegados de los cursos superiores, políticamente neutros. Pero pudo más en mí el espíritu competitivo y quizás la autosuficiencia y la vanidad que suele acompañar a muchos jóvenes, aún en nuestra época.

Esto no significa que yo habría tenido una nueva oportunidad para esperar un tercer curso normal. Los compromisos ya contraídos me llevaron por otros caminos. Pero antes debo señalar que viví los mayores peligros de perder la vida con apenas 20 años, sin provecho alguno para la causa verdaderamente noble que descubrí después.

De hecho, nuestra actividad y fuerza llamaron prematuramente la atención de los dueños de la única universidad del país. Nuestro alto centro de estudios había adquirido especial importancia por su raíz histórica y su papel dentro de la república disminuida, que nació de la imposición de la Enmienda Platt a la nación cubana cuando se liberó de España. La nueva presidencia de la Federación de Estudiantes Universitarios estaba por decidirse, ya que el anterior presidente había pasado a ocupar un alto cargo en el gobierno de Grau.

Dado mi carácter rebelde, le hice frente al poderoso grupo que controlaba la universidad. Así pasaron días, en realidad semanas, sin otra compañía que la solidaridad de mis compañeros de primero y segundo cursos de la escuela de Derecho. Hubo ocasiones en que salí de la universidad escoltado por grupos de estudiantes que se apretaban alrededor de mí. Pero yo, a pesar de eso, iba todos los días a las clases y las actividades, hasta que un día declararon que no me permitirían entrar más a ese recinto.

He contado alguna vez que, al día siguiente, un domingo, me fui a una playa con la novia, y acostado boca abajo lloré porque estaba decidido a desafiar aquella prohibición, y comprendía lo que ello significaba. Sabía que el enemigo había llegado al límite de su tolerancia. En mi mente quijotesca no cabía otra alternativa que desafiar la amenaza. Podía obtener un arma, y la llevaría conmigo.

Un amigo militante del Partido Ortodoxo, al que conocí porque le gustaban los deportes y visitaba con frecuencia la universidad, me contaba las experiencias del enfrentamiento a las dictaduras de Machado y Batista, conversaba mucho conmigo, y conocía nuestras luchas, al tener noticias de la situación creada, y la decisión adoptada por mí, movió cielo y tierra para evitar lo peor.

Después de esto tuvieron lugar innumerables sucesos que he narrado en distintas oportunidades, y no deseo añadir a lo que aquí expongo, ya de por sí extenso; pero siento la necesidad de expresar que desde entonces estuve decidido a todo y empuñé un arma. Las experiencias de mi vida universitaria me sirvieron para la larga y difícil lucha que emprendería poco tiempo después como martiano y revolucionario cubano. Mi pensamiento maduró aceleradamente. Apenas transcurridos tres años de mi graduación, asaltaba con mis compañeros de ideal la segunda plaza militar del país. Fue el reinicio de la insurrección armada del pueblo de Cuba por su plena independencia y por la república de justicia soñada por nuestro Héroe Nacional José Martí.

Tras el triunfo del 1ro. de enero, conocidos e incansables historiadores, encabezados por Pedro Álvarez Tabío, y gracias a la iniciativa de Celia Sánchez, que estuvo presente y cumplió importantes misiones en la defensa de aquel baluarte revolucionario, recorrieron cada rincón de la Sierra Maestra, donde se desarrollaron los acontecimientos, y recogieron información fresca de las personas en cada vivienda y lugar donde estuvimos, archivando datos sin los cuales nadie y, por supuesto, tampoco yo, podría responsabilizarse con cada detalle que da total veracidad a lo que aquí expongo.

Por otro lado, solo alguien que fuera conductor y jefe de aquella fuerza de combatientes bisoños podría responsabilizarse con una historia rigurosa de los acontecimientos en los 74 días de combate, en que desesperadamente los revolucionarios logramos destrozar los planes de las Fuerzas Armadas de entonces, asesoradas y equipadas por los Estados Unidos, y convertimos lo imposible en posible. No existe otra forma de honrar a los caídos en aquella gesta. De una contienda así no teníamos antecedentes en nuestra patria. Las gloriosas luchas por la independencia habían concluido casi medio siglo antes. Las armas, las comunicaciones, eran todas muy diferentes en otra época; no existían los tanques, los aviones, las bombas de hasta 500 kilogramos de TNT. Fue necesario comenzar de cero. Disponía ya desde que me gradué de bachiller, y a pesar de mi origen, de una concepción marxista-leninista de nuestra sociedad y una convicción profunda de la justicia.

De la excelente prosa del historiador Álvarez Tabío recogí lo mejor y depuré lo innecesario. El cartógrafo Otto Hernández Garcini, expertos militares y diseñadores elaboraron, por su parte, los mapas que contiene este libro, donde tales planos se requerían para el análisis del tema por los profesionales de las armas. Aún faltaría por explicar cómo, después de la última ofensiva enemiga que quebró el espinazo de la tiranía, al decir del Che, de la Sierra Maestra trasladamos al llano nuestras concepciones de lucha, y en solo cinco meses destrozamos la fuerza total de 100 000 hombres armados que defendían al régimen y les ocupamos todas las armas.

Este libro, La Victoria Estratégica, es el preámbulo de ese otro, aún sin escribir, sobre la rápida y contundente contraofensiva rebelde que nos llevó a las puertas de Santiago de Cuba y al triunfo definitivo de la Revolución Cubana.