Letters and Messages

Al pueblo mexicano (18 de diciembre de 1998)

En este mundo convulso en que nos ha tocado vivir, las noticias se suceden con singular rapidez. Hace apenas dos semanas, una de especial interés para cubanos y mexicanos circulaba agitadamente a través de las agencias cablegráficas. Algo inusitado: un incidente en las relaciones cubano-mexicanas. Causa: unas reflexiones mías al final de la reunión del SELA (Sistema Económico Latinoamericano) que tuvo lugar en La Habana el pasado 2 de diciembre. Todo tipo de cosas se publicaron en México sobre el tema; algunas de tal calibre, que amigos mexicanos de Cuba, entre los muchos que hemos tenido el privilegio de conocer y apreciar a lo largo de casi 40 años, expresaron sus preocupaciones por la atmósfera creada, e incluso trasmitieron ideas y consejos a fin de que nuestras relaciones no se viesen afectadas.

El hecho cierto es que nadie sabía qué se dijo, cómo se dijo y por qué se dijo. Los que conocían bien a Cuba y a sus dirigentes estaban absolutamente seguros de que algunas imputaciones eran fruto de la mala información, la mala interpretación o la mala intención.

Preferí esperar con paciencia, como muchas veces hice en mi vida, que los ánimos se calmaran. Al menos algunas cosas debían ser ineludiblemente aclaradas.

Mientras tanto, nuevos hechos y noticias de gran trascendencia internacional se fueron produciendo. En el instante en que escribo estas líneas, a las 4 y 12 minutos de la tarde del 17 de diciembre, vísperas del viaje a México de nuestro Canciller, centenares de bombas de las llamadas armas inteligentes, a pesar de sus frecuentes errores y desvíos, están cayendo por segunda noche consecutiva sobre edificaciones en ciudades, pueblos, campos y objetivos de Iraq que solo el Pentágono y sus computadoras conocen de antemano. Un verdadero alarde de tecnología, que permite realizar golpes masivos desde miles de kilómetros de distancia, sin permiso de nadie, sin advertir previamente a nadie; destruir cualquier cosa, aterrorizar a millones y matar o herir en cuestión de horas a miles de personas, militares o civiles, en un país sin ninguna capacidad de respuesta, como cualquier entendido en la materia conoce, donde cientos de miles de personas inocentes han muerto ya de enfermedades y de hambre, tras ocho años de implacable bloqueo, sin que los poderosos atacantes arriesguen una sola vida. Es el orden mundial establecido por un vecino bien cercano que tanto México como Cuba comparten. ¿Valdrá la pena hablar en un momento así de reales o simplemente imaginarias diferencias entre mexicanos y cubanos?

No vivimos realmente los tiempos de Cortés, en que los conquistadores ponían a luchar unos contra otros a los pueblos divididos que poblaban nuestras vírgenes tierras, ni las armas con que hoy nos amenazan son espadas de acero, ballestas, arcabuces o caballos que los hospitalarios y nobles indios consideraban parte inseparable del jinete. Sus instrumentos de dominio son infinitamente más poderosos, tanto en el orden económico como tecnológico y cultural.

Puesto que es una necesidad, permítanme abordar este asunto con absoluta honradez y la mayor brevedad con que pueda explicarse.

Imposible enumerar las variadas informaciones e interpretaciones publicadas. Ni las recibí todas, ni pude leer todas las que recibí. Sobre lo ocurrido en la clausura de la reunión, hay un artículo en la revista «Proceso» de 6 de diciembre de 1998 que narra con bastante exactitud los detalles, frases e incidencias. «Proceso» tiene sus críticos (en mayor o menor grado) y sus devotos. Por tratarse de una revista no pocas veces crítica y no siempre justa con Cuba y la Revolución, es por ello más útil para mí referirme al mencionado artículo de Homero Campa. No observo en ese artículo intención de tergiversar, herir o mentir, sobre lo que allí vio o le contaron con bastante objetividad. Me gustaría solo puntualizar que la cifra del comercio entre Canadá y Estados Unidos que mencioné es de mil millones de dólares cada día y no la que aparece en el párrafo octavo de la primera columna, en la página 10 de la citada edición. Me estoy responsabilizando con frases entrecomilladas que el autor cita. Desde luego, hay algunas que, en aras de la brevedad que exige un artículo, no aparecen. Por ejemplo, cuando hablo de la invasión cultural y su efecto en los niños, yo expresé que lo mismo ocurría en toda América Latina. No era un problema exclusivo de México.

Dicho esto, debo añadir que el autor del artículo expresa exclusivamente su apreciación subjetiva. En ocasiones, al mencionar una frase donde hago referencia a México, en algo que puede parecer una crítica, comienza diciendo: «Irónico y sonriente, Fidel Castro gesticuló levemente con las manos y desde el presidium dijo:» (Aquí incluye la frase en que mencioné el ingreso de México en la OCDE, donde ciertamente, como suelo hacer únicamente cuando tengo confianza, amistad y familiaridad con los interlocutores, en este caso con los miembros de la delegación mexicana, usé con ellos una broma diciendo que habíamos quedado en una Villa Miseria). Si a continuación se añade que hubo risas generalizadas, se comprenderá el efecto desastroso que eso puede tener para un lector mexicano que no conozca el ambiente de amistad y ausencia total de protocolo que reinó todo el tiempo en aquella reducida reunión.

En otra ocasión, el articulista, al referirse a mis palabras, en otro párrafo en que se menciona a México, comienza diciendo: «Luego matizó: ...» Más adelante: «Luego volvió a matizar...» Pudieran parecer al lector palabras muy calculadas, muy deliberadamente dirigidas a criticar a México. Repito con toda sinceridad que no aprecio en ese artículo intención alguna de manipular o desinformar. Es el estilo, la forma de narrar, describir, dar vida a lo que se cuenta y expresar impresiones personales. Ojalá a mí me comprendan, cuando hablo, de la misma forma en que yo puedo comprender a ese periodista.

Pero tal tipo de informaciones detalladas, más serias, independientemente de la forma en que fueron interpretadas, aparecieron después. Al principio no se publicaron más que fragmentos inconexos, fuera de contexto, afirmaciones desfiguradas que pudieran parecer ofensivas e hirientes para México.

Tienen toda la razón los que se asombraban de un supuesto ataque político de mi parte a México y a los mexicanos. Cuando hay que pronunciar un discurso por escrito, lo escribo yo mismo. No tengo redactor de discursos. En mi agitada vida revolucionaria, son tantas las veces que me he visto obligado o me han obligado a clausurar eventos y reuniones, que adopté el método de escuchar todo el tiempo los debates, sin perder un minuto, o intervenir en ellos. Trato de recoger la esencia de lo discutido y expresar ideas. Más que discursos, lo que hago al final es reflexionar y conversar con los que me están escuchando. Pero no es lo mismo el lenguaje hablado que el lenguaje escrito: en el primero se habla con las manos, el rostro, el tono de voz, el gesto, las pausas, el énfasis, las palabras que se repiten, señalando de vez en cuando para alguien que dijo algo conocido por todos los presentes, variadas formas de expresión que no se pueden traducir a la escritura. Por ello, cuando todo se transcribe, nunca estoy entonces totalmente satisfecho; me vuelvo exigente, el lector que no estuvo en la reunión no podría entender muchos detalles; suprimo palabras repetidas para enfatizar que nada dicen por escrito, cambio el orden de las palabras, completo ideas, aunque jamás suprimo alguna esencial que haya dicho. Después de revisados y publicados por escrito es que asumen para mí el carácter de un pronunciamiento oficial. Es mi método, con mucho menos tiempo y posibilidades de revisar y perfeccionar lo expresado que los insaciables escritores de prestigio.

Muchos discursos no los publico por escrito, o espero para hacerlo más adelante.

Las palabras que pronuncié en la reunión del SELA no tenía intención de publicarlas, es decir, oficializarlas. Se habla así con mucha más libertad e intimidad, partiendo del criterio de que trabajamos por los intereses comunes de todos los presentes. Nunca, sin embargo, albergo temor de que lo que diga se conozca; allí había periodistas de Cuba y de Latinoamérica. Lo que dije, además, y la forma, el tono y el espíritu con que lo dije, no podía lastimar a nadie. Para el enemigo reservo el ataque, la crítica implacable; para los amigos, la sinceridad, el mensaje fraternal y respetuoso. La reunión del 2 de diciembre era una reunión de amigos y hermanos para analizar temas que son vitales para nuestros pueblos y nuestro mundo.

Lamento mucho que mis palabras hayan sido utilizadas para tratar de sembrar divisiones entre dos pueblos tan hermanados en una historia de siglos, desde que los mismos que nos conquistaron partieron de Cuba para conquistar a México. Hoy somos una mezcla de sangre y de cultura de conquistados y conquistadores; hoy compartimos una historia gloriosa y heroica por la independencia, y de lucha revolucionaria en diferentes épocas y diferentes etapas.

Por ello, deseo expresar categóricamente que en ningún instante pasó por mi mente la idea o el propósito de ofender o lastimar a México. México no fue, ni mucho menos, el tema central de mis reflexiones. Solo de forma incidental lo mencioné varias veces. Nadie tiene derecho a imputarme tan injusta intención, cualesquiera que sean las diferencias de sistemas sociales y políticos. «El respeto al derecho ajeno» —que incluye la soberanía y la ideología—, proclamado por uno de los más ilustres de los hijos de México, ha sido norma invariable de nuestra recíproca actitud hacia ese país.

¿Por qué no puedo ofender jamás al pueblo mexicano? Muchas son las razones. A ningún país admiré tanto como a México, desde que era un escolar. Nunca se saciaron mis deseos de conocer cada detalle de la admirable resistencia de los mexicanos a la conquista europea, a pesar de que la historia que nos enseñaban la escribieron los conquistadores. Más la admiraba mientras más conciencia y conocimientos adquiría de la verdadera historia de la extraordinaria batalla que libró la capital azteca frente a la tecnología, las armas y la experiencia militar de los conquistadores, un hecho sin precedentes en la historia de América. Así lo expresé en Madrid, y tal vez fui el único, en la Cumbre Iberoamericana efectuada al cumplirse cinco siglos del famoso descubrimiento.

No puedo jamás recordar sin profunda indignación la guerra expansionista y agresiva de Estados Unidos, que arrebató a México más de la mitad de sus tierras.

No es posible olvidar la hazaña del pueblo que derrotó, en la segunda mitad del pasado siglo, a los mejores soldados de Europa que pretendieron imponer a sangre y fuego un imperio en México.

Juárez fue siempre maestro y ejemplo inspirador para todos los cubanos.

La Revolución Mexicana fue el más radical cambio social en este hemisferio después de la rebelión de los esclavos de Haití y su victoria de 1804 sobre los soldados de Bonaparte. Los acontecimientos revolucionarios de México en la segunda década de este siglo, sus héroes, su Constitución, sus grandes conquistas sociales y políticas, fueron el conjunto de hechos que más impacto, esperanza e influencia ejercieron en el pueblo neocolonizado, frecuentemente intervenido y siempre humillado de Cuba, en las primeras décadas de este siglo.

No exagero, ni busco ni necesito buscar hechos que expliquen la constante simpatía del pueblo cubano, cuando se recuerda al México que nacionalizó el petróleo en una época en que tal medida parecía inconcebible; al que mantuvo durante tanto tiempo la más vertical conducta con el gobierno legítimo de España, tres años antes de que el fascismo desatara la Segunda Guerra Mundial; al México que dio asilo a los miles de refugiados españoles, a todos los demócratas perseguidos en América Latina.

De Martí aprendimos a amar a México, país al que admiró y amó más que a ningún otro.

En México encontró asilo Julio Antonio Mella, orgullo de nuestra juventud, fundador de la Federación Estudiantil Universitaria y del primer Partido Comunista de Cuba. Allí murió, vilmente asesinado por los agentes de la tiranía machadista. A México se dirigía Antonio Guiteras en el momento de su muerte. Todos los hombres progresistas y revolucionarios de Nuestra América vimos siempre a México como algo nuestro, una especie de patria común, donde éramos acreedores al derecho de albergarnos, prepararnos y organizar el regreso para liberar a un pedazo de la gran patria latinoamericana. Ningún convencionalismo jurídico de los que nos imponía la división innecesaria y estéril de nuestros pueblos estaba por encima de esta profunda convicción moral.

Por eso fuimos a México, por eso partimos de Tuxpan en el Granma y por eso desembarcamos en Cuba, precisamente un 2 de diciembre, hace casi exactamente 42 años. Ninguna fecha más inapropiada para sembrar el veneno de supuestas ofensas, que constituirían más que nada una negación de nuestra historia y una ingratitud hacia México y su pueblo.

No es casi necesario hablar y recordar por milésima vez que México fue el único país latinoamericano que no rompió relaciones diplomáticas ni se sumó al bloqueo económico contra Cuba.

Omito otras incontables pruebas de solidaridad con nuestro pueblo. Señalo solo tres: cuando el 17 de abril de 1961 fuerzas mercenarias a las órdenes de Estados Unidos desembarcaron en Girón, un hombre glorioso que era entonces, es hoy y será siempre un símbolo y una leyenda viva, quiso venir a luchar con nosotros: Lázaro Cárdenas. México, junto a Venezuela y Cuba, fundó el SELA, primera organización latinoamericana a la que pudimos pertenecer cuando Cuba era siempre excluida, como una cenicienta, de cualquier institución continental; México hizo posible la presencia de nuestro país en la Cumbre Iberoamericana de Guadalajara, que hoy se ha convertido en toda una fuerza de unidad e integración de nuestros países y de relaciones con Europa. Puedo mencionar otros importantes servicios a la Cuba bloqueada, pero prefiero por ahora omitirlos.

Hablé el 2 de diciembre de los 300 emigrantes, en su inmensa mayoría mexicanos, que mueren cada año en ese gigantesco y sofisticado muro que se levanta ante la frontera de México en los propios territorios que le fueron arrebatados. Sé que algunos consideraron incorrecto que mencionara este punto, al que atribuyeron carácter de asunto interno. Tengo un concepto distinto. Jamás serán para Cuba una cuestión interna los mexicanos y latinoamericanos que mueran en territorio norteamericano a causa de ese muro. No puedo comprometerme a no seguir denunciándolo. Es cuestión de suma importancia, porque si se pretende la libre circulación de capitales y mercancías entre Estados Unidos y América Latina, los seres humanos valen mucho más que capitales y mercancías; en un mundo globalizado y cada vez más integrado económicamente, es criminal que hombres, mujeres y niños mueran porque esté prohibido para ellos la misma libertad de circulación.

Solo un punto me falta: la infame calumnia de que ofendí a los niños mexicanos. Nada más indignante, ofensivo e hiriente para quien ha rendido tan emocionado culto y expresado una y mil veces su infinita admiración hacia los que ha considerado siempre paradigma de patriotas y héroes: aquellos que se lanzaron desde el Castillo de Chapultepec, envueltos en la bandera mexicana, para no rendirse a las tropas invasoras yankis.

Sé que no faltan incluso quienes afirman que aquello no fue más que una leyenda. Aunque lo hubiese sido, para mí es una cuestión de fe, porque no habría leyenda más bella para expresar el concepto que tuvo alguien alguna vez y ha conservado siempre de los hijos de México. Así los veo y los seguiré viendo.

Denunciar la invasión cultural de Estados Unidos, destructora del esfuerzo heroico de maestros y educadores, que tanto daño causa a los niños, adolescentes y jóvenes no solo de México sino de toda la América Latina no es ofender, sino defender a todos los niños del hemisferio, e incluso a los norteamericanos, saturados de filmes y seriales de escenas de violencia que alcanzan los más altos índices entre todas las producciones del mundo, conduciéndolos incluso al asesinato de otros niños en las escuelas. Algo mucho más grave que el ejemplo que expuse al mencionar la enajenante influencia y el espacio que ocupa en la mente y los conocimientos de los niños los héroes de sus filmes, entre los cuales cité ciertamente el más modesto de todos quizás, porque yo también fui influido por ellos. Aprendí el valor de la espinaca con Popeye el Marino, uno de mi tiempo, algo tal vez útil. Pero vi también numerosos filmes de Tarzán, una forma nada disimulada de extender los prejuicios raciales y el desprecio a los pueblos africanos, o las siempre indignantes películas, editadas por miles, donde cada vez que aparece un mexicano, en el mejor de los casos se trata de un jardinero, un empleado doméstico o algo similar, bueno, sumiso, respetuoso y servicial con sus amos. Son estereotipos para demostrar la superioridad de la raza aria. ¿Hasta cuándo tendremos que soportarlo?

No inventé yo esa nefasta y creciente influencia. La he leído más de una vez en investigaciones y encuestas realizadas no solo en México, sino en numerosos países latinoamericanos. Dejo a un lado a los que pueden haber sido engañados por una información distorsionada; pero a aquellos sepulcros blanqueados que de tan mala fe me han imputado haber ofendido a los niños mexicanos, les respondo que en ningún país del mundo se ha hecho más por los niños que en Cuba, y eso no puede ser fruto del desprecio a los niños de ningún país del mundo, sino del amor.

Los invito a que denuncien la verdadera e imperdonable ofensa: los niños que mueren cada año en los países de América Latina y que

podrían ser salvados con una atención médica adecuada. Les suministro un simple dato: si todos los países latinoamericanos tuviesen los índices de mortalidad infantil de Cuba, país bloqueado económicamente y hostigado sin piedad por la más poderosa potencia que ha existido jamás, luchando absolutamente solo y soportando durísimos sacrificios, se salvaría cada año la vida de 400 mil niños latinoamericanos. Eso, más que ofender, es matar. ¿Qué sistema y por qué los mata? ¿Por qué no los salvamos entre todos? Cuba estaría dispuesta a contribuir con miles de médicos en los lugares más apartados, allí donde nunca ha existido asistencia médica alguna.

La invasión cultural, destructora de nuestras identidades, arma nuclear del siglo XXI para el dominio del mundo, como ha sido calificada, es un problema real que sufren ya en grado muy alto los pueblos de nuestro idioma y nuestra sangre, afectando a todos: niños, jóvenes y adultos. Algo que puede demostrarse matemáticamente en el increíble porcentaje de filmes, seriales, programas televisivos y videocassettes de procedencia norteamericana que se exhiben en nuestros países, en algunos de los cuales alcanzan índices de hasta el 90 por ciento. Eso es lo que estamos advirtiendo y denunciando.

Son casi las 12 de la noche en Cuba. Ya cesaron seguramente, con la luz del día, los bombardeos en Iraq. Hay aves de la muerte que solo atacan durante la noche.

Llevo muchas horas escribiendo. Lo hice con gusto por ustedes. Deseamos conservar el tesoro de nuestra amistad.

Si a pesar de todo mi esfuerzo por explicarles directamente mis pensamientos y mis sentimientos hacia ustedes, millones de mexicanos, o cientos de miles, decenas de miles, unos cuantos cientos, o un solo mexicano se siente ofendido por mis palabras, no tengo objeción alguna en pedirles excusas. Mas aún: si un solo niño se siente todavía ofendido por lo que con la mayor honradez y cariño quise expresar, humildemente le pido perdón.

18/12/1998