Y así mismo fue
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Corrían los días más difíciles del período especial. Se hablaba de opción cero e incluso de ollas colectivas. Mi familia sembraba viandas en el estrecho pasillo de nuestra vivienda citadina; viandas destinadas a enriquecer mi puré de infante.
Y en medio de aquello, Fidel dijo en la televisión que bajo ningún concepto un niño cubano podía ir a la escuela sin uniforme. Había que zurcirlo, heredar el del primo o el hermano, pero vestirlo. Ninguna carencia material podía justificar que los pequeños dejaran de usar ese atributo de la dignidad conquistada. Y así mismo fue.
Lo cuenta mi madre, cuando aún ambas estamos anonadadas por la partida de quien fue Comandante en Jefe, líder, padre y abuelo, con una cercanía hacia su pueblo que es cosa impensable e inexplicable en casi todo el mundo.
«Así mismo fue», repite, porque Fidel prometía y cumplía, no solo por la capacidad de arrancarle las incógnitas al futuro, sino por su obstinada fe en la gente, en Cuba, y por el influjo martiano de creer en el mejoramiento humano.
Le preocupaba el uniforme porque le preocupaban los niños y sabía que las penurias económicas jamás alcanzarían a definirnos. Y esa confianza que emanaba de él hizo que mi madre, como otras miles de amas de casa, no se desesperara y mandara a sus hijas con un uniforme impoluto a aprender, a la vez que inventaba cientos de maneras de sobrellevar la crisis y miraba de arriba a abajo a los descreídos que decían entonces: «Ahora sí se cae esto».
Y no se cayó, porque había un mar de gente educada en la escuela fidelista; un estilo de pensamiento que abrió la política a lo popular, que puso el honor de la Patria por encima de las fruslerías y las conveniencias, que dejó clara la posibilidad de que una Isla pequeña fuera soberana, independiente y guapa para resistir los embates de los poderosos que quisieran acallarla.
Fidel se hizo historia mucho antes de su muerte física, él es héroe hace tanto y, sin embargo, lo veíamos tan común, tan cercano, tan de noble uniforme y barba sincera, que lo nombrábamos sin apellido, sin cargos, sin más apelativos que el de su nombre fiel.
Como no era de mármol ni de bronce, los cubanos nos colgábamos de sus palabras en aquellos discursos épicos y nos entusiasmábamos con sus sueños y gritábamos —aún lo hacemos—: «Fidel, Fidel, ¿qué tiene Fidel, que los imperialistas no pueden con él?» o «Pa’ lo que sea Fidel, pa’ lo que sea». Creímos en todas las victorias cuando lo veíamos marchar, bandera en mano, estampa verde olivo y zapatillas. Creímos y vencimos.
Puede hablarse del Fidel estadista, el estratega, el político, pero por estos días a casi todos nos duele el Fidel que llevamos en el pecho, y ese es el hombre que descubrió en este pueblo la resistencia, el talento y la vocación por realizar las utopías; el que nos mostró que los errores son parte de casi todos los emprendimientos hermosos y valederos, y que la historia cubana es una sola, porque somos uno y ahí reside nuestra mayor fortaleza.
Fidel nunca estará lejos ni encerrado en un monumento, nunca será el pasado, y los enemigos que hoy festejan sentirán muy pronto el frío de la decepción. Como les pasó con el Che un día, constatarán que hay seres que en la muerte se hacen más grandes, inmensos, que se multiplican.
Ahora es cuando nos toca ser el Comandante en Jefe. Quizá en lo adelante, como él alertó una vez, todo sea más difícil, pero yo, como muchos, trabajaré por esta tierra irredenta para sentarme una tarde al lado de mis hijos y decirles: «Fidel dijo que triunfaríamos, y así mismo fue».